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Blog de Ricardo Pérez Roda.

martes, 11 de junio de 2024

Carta del Piel Roja Seattle 1819

En 1819 el piel roja Seatle envió una carta abierta – verdadero libro blanco de la ecología, escrito antes de que la ecología existiera- a James Monroe presidente de Estados Unidos. “El gran jefe de Washington ha mandado hacernos saber que quiere comprar las tierras junto con palabras de buena voluntad. Mucho agradecemos este detalle porque bien conocemos la poca falta que le hace nuestra amistad. Queremos considerar el ofrecimiento porque bien sabemos que, si no lo hiciéramos pueden venir los rostros pálidos a arrebatarnos las tierras con armas de fuego. Pero ¿cómo podéis comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esta idea nos resulta extraña. Ni el frescor del aire ni el brillo del agua son nuestros. ¿Cómo podrían comprarse? Tenéis que saber que cada trozo de esta tierra es sagrado para mi pueblo. La hoja verde, la arena de la playa, la niebla del bosque, el amanecer entre los árboles, los pardos insectos… son experiencias sagradas y recuerdos de mi pueblo. Los muertos del hombre blanco olvidan su tierra cuando comienzan el viaje a través de las estrellas. Nuestros muertos nunca se alejan de la tierra, que es la madre. Somos una parte de ella y la flor perfumada, el ciervo, el caballo y el águila majestuosa son nuestros hermanos. Las escarpadas peñas, los húmedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre; todos pertenecen a la misma familia. Por eso cuando el gran jefe de Washington nos dice que quiere comprar las tierras, añade que nos reservara un lugar en el que podamos vivir confortablemente, entre ellos. Él se convertirá en nuestro padre y nosotros en sus hijos. Por ello consideramos su oferta de comprar nuestra tierra. No es fácil ya que esta tierra es sagrada para nosotros. Lo que pide es demasiado. El agua cristalina que corre por los ríos y arroyuelos no es solamente agua, sino que también representa la sangre de nuestros antepasados. Si os vendiéramos, tendríais que recordar que son sagrados y enseñarlo así a vuestros hijos… También los ríos son nuestros hermanos porque nos liberan de la sed, arrastran nuestras canoas y nos procuran peces y cada reflejo fantasmagórico en las claras aguas de los lagos cuenta los sucesos y recuerdos de las vidas de nuestras gentes. El murmullo del agua es la voz del padre que mi padre. Si, gran jefe de Washington. Los ríos son nuestros hermanos y sacian nuestra sed, son portadores de nuestras canoas y del alimento de nuestros hijos. Si les vendemos nuestra tierra, ustedes deben recordar y enseñarles a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos y también los suyos. Y por lo tanto deben tratarlos con la misma dulzura con que se trata a un hermano. Por supuesto que sabemos que el hombre blanco no entiende nuestra manera de ser. Tanto le da un trozo de tierra que otro, porque es como un extraño que llega de noche a sacar de la tierra todo lo que necesita. No la ve como hermana sino como enemiga. Cuando ya la ha hecho suya la desprecia y sigue caminando hacia adelante, dejando atrás la tumba de sus padres. Le secuestra la vida a sus hijos. Tampoco le importa. Tanto la tumba de sus padres como el patrimonio de sus hijos son olvidados. Trata a su madre, la tierra y a su hermano, el firmamento, como objetos que se compran, se explotan y se venden como ovejas o cuentas de colores. Su apetito devora la tierra dejando atrás solo un desierto. No lo puedo entender. Nosotros somos de una manera de ser muy diferente. Vuestras ciudades hieren los ojos del hombre de piel roja. Quizá sea porque somos salvajes y no podernos comprender. No hay solo sitio tranquilo en las ciudades del hombre blanco. Ningún lugar donde se pueda oír durante la primavera el despliegue de las hojas o el rumor de las alas de un insecto. Quizás es que es un insulto para el oído. Y yo me pregunto: ¿Qué clase de vida tiene el hombre que no puede escuchar el grito solitario de la garza o la discusión nocturna de las ranas en torno a la balsa? Soy piel roja y no lo puedo entender. Nosotros preferimos el suave susurro del viento sobre la superficie de un estanque, así como el olor de ese mismo viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado con aromas de pinos. El aire tiene un valor inestimable para el piel roja, ya que todos los seres comparten un mismo aliento: la bestia, el árbol, el hombre, todos respiramos el mismo aire. El hombre blanco no parce consciente del aire que respira. Como un moribundo que agoniza durante muchos días es insensible al hedor. Pero si le vendemos nuestras tierras deben recordar que el aire comparte su espíritu con la vida que sostiene. El viento que dio a nuestros abuelos el primer soplo de vida también recibe sus últimos suspiros. Y si les vendemos nuestras tierras ustedes deben conservarlas como cosa aparte y sagrada, como un lugar donde incluso el hombre blanco pueda saborear el viento perfumado por las flores de las praderas. Cuando el ultimo piel roja haya desaparecido de esa tierra, cuando su sombra no sea más que un recuerdo, como el de una nueve que pasa por la pradera, estas riberas y estos bosques todavía estarán poblados por el espiritu de mi pueblo. Porque nosotros amamos este país como ama el niño los latidos del corazón de su madre. Si decidiese aceptar vuestra oferta, tendré que poneros una condición: que el hombre blanco considere a los animales de estas tierras como hermanos. Soy un salvaje y no comprendo otro modo de vida. He visto millares de búfalos pudriendose abandonados en las praderas, muertos a tiros, por el hombre blanco desde un tren en marcha. Son n salvaje y no comprendo como una maquina humeante puede importar más que el búfalo, al que nosotros matamos solo para sobrevivir. ¿Qué puede ser del hombre sin los animales? Si todos los animales desapareciesen, el hombre moriría en una gran soledad. Todo lo que les pase a los animales muy pronto le sucederá también al hombre. Todas las cosas están ligadas. Deben enseñarles a sus hijos que el suelo que pisan son las cenizas de nuestros abuelos. Inculquen a sus hijos que la tierra esta enriquecida con las vidas de nuestros semejantes a fin de que sepan respetarla. Enseñen a sus hijos que nosotros hemos enseñado a los nuestros que la tierra es nuestra madre. Todo lo que le ocurre a la tierra, le ocurrirá a los de la tierra. Si los hombres escupen en el suelo se escupen a sí mismos. De una cosa estamos seguros: la tierra no pertenece al hombre, es el hombre el que pertenece a la tierra. Todo va enlazado, como la sangre que une a una familia. Todo va enlazado. Todo lo que le ocurre a la tierra les ocurrirá a los hijos de la tierra. El hombre no tejió la trama de la vida, él es solo un hijo. Lo que hace con la trama de la vida, se lo hace a sí mismo. Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y habla con él de amigo a amigo, queda exento del destino común. Después de todo quizá seamos hermanos. Ya veremos. Sabemos una cosa que quizá el hombre blanco descubra algún día: nuestro Dios es el mismo Dios. Ustedes pueden pensar que ahora él les pertenece lo mismo que desean que nuestras tierras les pertenezcan. Pero no es así. Él es Dios de los hombres y su compasión se reparte por igual entra el piel roja y el hombre blanco. Esta tierra tiene un valor inestimable para Él y ese daño provocaría la ira del creador. También los blancos se extinguirán, quizás antes que las demás tribus. El hombre no ha tejido la red de la vida, pues solo es uno de sus hijos y esta tentando a la desgracia si osa romper esa red. Estamos bien seguros: todas las cosas están ligadas como la sangre de una misma familia. Si ensuciáis vuestro lecho, cualquier noche moriréis sofocados por vuestros propios excrementos. Pero ustedes caminaran hacia su destrucción rodeados de gloria, inspirados por la fuerza de Dios, que les trajo a esta tierra y que por algún designio especial les dio dominio sobre ella y sobre el piel roja. Este designio es un misterio para nosotros, pues no entendemos por que se exterminan los búfalos, se doman los caballos salvajes, se saturan los rincones secretos de los bosques con el aliento de tantos hombres y se atiborra el pasaje de las exuberantes colinas con cables parlantes. ¿Donde está el bosque espeso? Desaparecio. ¿Donde está el Águila? Desapareció… Así se acaba la vida y solo nos queda la supervivencia. Carta del Piel Roja Seattle en 1819, al presidente de los Estados Unidos James Monroe. Del libro: El sendero de la mano izquierda Autor: Femando Sánchez Drago.

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